Uno se remuerde,
la boca, el insensato labio,
la traviesa lengua, el no espacio.
El recuerdo de aquel parque, la ligera ropa,
la mano curiosa que abrasa y arde.
Uno se remuerde el pecado, la llama oculta,
el crujir cadencioso de la estructura ósea.
La manzana propia y la ajena,
la uva y la cava.
Uno se remuerde despacio, lentamente,
como se lame cada pendiente,
tirándose libremente
en el vacío que se llena y se vierte.
Uno se remuerde ante el vicio de quererse,
de sentirse propio en los otros,
de tenerse y no detenerse.
Uno, qué es uno sin remorderse.
Sin probarse el tuétano y sorberse.
Sin saber que cuando uno muerde,
a veces y sólo a veces se sangra
y duele.